miércoles, 30 de julio de 2008

La felicidad es triste

Es como si en el fondo me sintiera bien, éste vacío en la pantalla con dos cerezas del celular, ésta no urgencia de escuchar su voz, cantar canciones en voz alta y dar vueltas en la habitación vacía. En no se qué película pedorra que enganché por la tele el otro día un personaje decía algo como que "quería sentirse triste por alguien" incluyendo la tristeza como parte inevitable de una relación amorosa. Y es cierto, digo, el que piense lo contrario evidentemente no tuvo relaciones muy largas. Entonces el personaje ese quería enamorarse, sabiendo que enamorarse implicaría llorar, más tarde o más temprano. Pero en vez de decir "quiero enamorarme" decía "quiero estar triste por alguien". Me hizo acordar al "i miss the comfort in being sad" de Kurt Cobain. Esa sensación ambivalente, inexplicable pero real, que nos da la tristeza: en un momento nos vemos imposibilitados de contener las lágrimas, aunque estemos en el banco o en un micro lleno de gente, aunque notemos miradas curiosas y se nos caiga el rimel por el cachete, y al rato, horas después tal vez, estamos dando saltitos, archivando el celular en un rincón, escribiendo o caminando por la calle, sintiendo un extraño alivio. Aunque estemos en la cama, mirando esa película romántica que nos hace mierda y se nos suba la angustia a la garganta en forma de nudo, en un momento miramos a un costado, a la lámpara en la mesita de luz o a la cuchara del postrecito que nos acabamos de comer y no estamos tristes, o tal vez sí, pero estamos tranquilos, calmados, confortables. ¿Sería ese el comfort al que se refería Kobain?

¿Seré yo la única que, por trastornada, no puede soportar la felicidad? Y por felicidad me refiero a ese estado extasiado, casi contrario a la tranquilidad o la calma, en donde queremos ir corriendo por la calle saltando y gritando, en donde nos da culpa la sonrisa, de tan inmensa, y la reprimimos para que lo demás se den cuenta. Ese estado que inevitablemente anuncia una tormenta. Digo, nadie puede ser feliz por mas de un rato. Y yo no lo soporto, no soporto la incertidumbre de la felicidad extasiada. Saber que esa sensación se va a terminar en días, semanas, tal vez horas. En cambio, cuando estamos en la cama tomando algún postrecito horrible, mirando una película malísima de amor o pérdida (que es casi lo mismo a veces), y de repente nos paramos, nos miramos al espejo y notamos en el baño, enterrado abajo de la cajita donde yacen gomitas, peines y cepillos, esa carta que escribimos cuando teníamos ocho años, y la abrimos y nos reímos, y estamos solos riéndonos y no surge esa necesidad, antes irreprimible, de llamarlo a él para contarle, de llamarlo a él para decirle, para que se ría tal vez y entonces así nuestra risa adquiere verdadero significado. No, estamos solos riéndonos. Estoy sola riéndome y no tengo que llamar a nadie y de repente me olvido de esa necesidad del otro para existir, del celular que está tirando entre la ropa, en mute, sin abrirse hace horas. Y tal vez en ese momento no me de cuenta, pero estoy contenta, calmada, tranquila, casi diría que estoy más feliz que triste.
No es tan mala la tristeza, a veces, cuando pasa el rato de la angustia compulsiva y la insoportable autocompasión. No es tan mala la libertad que me trajo esta tristeza, no está malo disfrutar de ese comfort del que habló Kurt. Ya no me llama ya no me pide ya no me pregunta. En un punto, por un rato, se siente bien. Y a veces no queda otra que disfrutarla. Poniendome exagerada o extremista, diría que la prefiero a esa felicidad extasiada que no me deja respirar, a esa necesidad, siempre cumplida y alimentada, de otro. Hoy, tomando un mate, escribiendo y pensando en todo menos en lo que solía pensar, casi diría que esa tristeza se disfruta. Y que lo realmente triste es la felicidad.

viernes, 18 de julio de 2008

Con los dientes para afuera

Cuando lo conocí, yo estaba arrodillada en un almohadón con la funda medio arruinada, años después habría que cambiarlo. Pero cuando lo conocí, yo tenía puesta una remera fucisa y blanca, de lana pegajosa, y era verano entonces la remera se me pegaba y hacía calor, cuando lo conocí, porque las rodillas me transpiraban en el jean, apoyadas sobre el amohadón de funda blanca, arruinada.
Me acuerdo que nos reíamos y estaba mi prima, una de las mas grandes, que siempre usó remeras de Disney que le quedaban enormes y la hacían parecer mucho más chica de lo que era. Ahora debe tener como treinta y cuatro, está embarazada, y sigue usando remeras de Disney. Ella reía con una risa parecida a la mía, los dientes para afuera, como escupiéndola, lejos de toda seducción, y a mí me dolía la panza, que me picaba por la lana y quería escaparse de la diminuta musculosa.
Nos reíamos, y eso que yo con ella no me río mucho, por eso cuando me acuerdo que lo conocí, siempre me llama la atención acordarme de ella y su remera de Disney y nosotros riéndonos y él que entró. Ella que lo miró y entonces me hizo el comentario. Tal vez recién ahí empezamos a reirnos. Ahora se me mezcla la parte roja de la boca, arriba de los dientes, con un pelo rubio azabache, no demasiado limpio, despeinado, atado en una colita desprolija, como el mío, morocho, no demasiado limpio, rodeado de una gomita a la que le habían quedado pelos alrededor, imposibles de sacar, ni siquiera con tijera. Se me mezcla la remera de Disney y él que llegó, buzo con el logo de adidas, diciendo hola con esa voz y ella que se largó a reír y ella que se reía y yo, sobretodo yo, que en esa época me reía, usaba musculosas diminutas en verano, dejaba que se escape mi panza, me desnudaba, comía, bailaba a explotar haciendo licuados espantosos mezclados con alguna bebida blanca, me sentaba enfrente de ella, aquella otra morocha, y sin ningún reparo le hablaba de mí, veía como se le deformaban los ojos y como se le torcían los labios y como miraba hacia la ventana, hacia su patio, como queriendo escaparse como queriendo irse o correr para siempre de ahí y de mí, pero yo no me daba cuenta. En esa época no me daba cuenta y pensaba que escribir era hablar de suicidios, muertes o asesinatos. De maestras humildes que habían dejado el tiempo pasar y ahora se arrepentían frente a una sombra en un charco de sangre. Y vivía mientras pensaba que escribía o viceversa, siempre con la panza al aire, siempre desnuda, riendome así, sin arreglarme la colita, sin usar el peine después de la ducha, pasándome la mano por encima del pelo mojado ayudada sólo por la crema de enguaje.

Esa fue la época en que lo conocí, cuando aquella otra simulaba ser mi amiga escuchandome con bronca en el living de su casa, cuando mi prima sonreía con los dientes para afuera, y con la remera de disney se parecía tanto a mí, grotesca con remera de lana y jean en enero, con la risa que surgió cuando llegó él, con su buzo de adidas, alto y despreocupado, cuando dijo hola, nos dijo hola, y mi prima, que ahora tiene como treinta y cuatro años y está embarazada pero ahí era como yo, me miró y me dijo: "Es un nene".

Y nos reímos. No sé porqué, nos reímos. Con los dientes para afuera, ridículas y grotescas, nos reímos como si supieramos.

jueves, 17 de julio de 2008

Trocados, inventados, probablemente irreales

Cuando trato de acordarme momentos felices, y todas esas cosas trilladas que ya se han agrupado cientos de veces bajo la clasificación "momentos felices" me vienen a la cabeza un par de recuerdos. Todos trocados, modificados, probablemente irreales. Cuando no quiero pensar en nada (la mayoría del tiempo) me agarro de esos momentos, que en realidad parece que los hubiera soñado, y son siempre dos o tres, y no sé si realmente ocurrieron. Cuando suena, a veces, una voz triste, demasiado melancólica, con una melodía de piano deprimente atrás, y yo estoy con los auriculares, a todo volumen, en una casa enorme y sola, e intento acordarme de esos (y ahora va con comillas) "momentos felices" que probablemente no existieron nunca, se me viene a la cabeza la nena chiquita de rulos y se queda ahí parada, mirándome, con esa mueca extraña que tenía en todas las fotos y videos, ojos tímidas y mordiéndose el dedo gordo, se entremezcla en las letras del monitor o en las luces azules titilantes de cualquier página, quieta, parada. Me parece, de repente, que está burlándose de mí, tal vez porque cuando suena un piano desgarrador y yo no estoy ni feliz ni triste, cuando trato de escuchar música, navegar por internet o escribir para evadirme, y quiero acordarme de algún momento feliz, no puedo acordarme de nada. Ni siquiera de los recuerdos trocados, inventados, probablemente irreales.

Cuando J empezó a fumar

Tal vez ese día en que sacó, distraído, una cajita roja del bolsillo, ese día de frío que habíamos ido a ver el final de un partido a un café de por ahí, y yo lo miré sin entender que era eso, y con mi voz chillona (que siempre asoma, aguda e irritante, en momentos inoportunos) dije "¿que es eso?", ese día en que acercó la cajita roja y azul y me la puso frente a los ojos y yo la miré, viéndolo atrás de la cajita a él, con sonrisa provocadora, la bufanda color crema desprolija alrededor del cuello, y el encendedor. Fue recién en ese momento de ese día, cuando ví la luz traslucida a través del rojo transparente del encendedor, que me dí cuenta que la cajita azul y roja era una caja de cigarrillos. Tal vez ese día, y sólo digo tal vez, J empezó a fumar. Digo tal vez porque lo ví torcer y largar el humo pausadamente, controlando los arabescos que le salían de la boca y se perdían en su boca y en las formas perfectas de sus labios y en los míos, y en la nariz que él dice que no le gusta pero es perfecta para hacer su cara algo más que una cara bonita de ojos almendra con pestañas largas y boca perfecta, lo ví sonreirme mientras yo le lanzaba una mirada inquisidora, y acercar el encendedor al cigarrillo, poner las manos para tapar el frío o el viento inexistente, aspirar con la boca entrecerrando los ojitos y agarrar el cigarrillo con dos dedos, sin temblar, aspirar el humo sin toser, largar el brazo como pesado, desinteresadamente, como si toda su vida hubiera fumado.

A partir de ese momento, yo sólo tendría una sola mano, algunos pocos besos no demasiado contaminados por el "olor a pucho", y esa mirada desinteresada, de repente extrañada, como esperando dejar de mirarme para volver a refugiarse en la confortable calidez del cigarrillo.